lunes, 21 de junio de 2010
LEA...7º CAPITULO
Se sentó un momento a descansar y a sacarse las piedritas que molestaban en sus botas. La subida no era tan empinada, pero no había senderos en esa montaña y tenía que encontrar lugares con poca vegetación para poder pasar.
La vista era hermosa. Desde ahí podía ver toda la inmensidad de un valle, con variados colores en sus árboles, por la proximidad del otoño, que los despojaba de su vestidura verdosa. Varias horas le costó atravesar ese bosque.
Recordando casi en éxtasis lo sucedido la noche anterior, emprende el descenso hacia la casa que se divisaba a lo lejos. Un corral añejo, roto y desvencijado, era indicativo de que el lugar estaba abandonado.
La puerta de entrada de la casa estaba abierta, como invitando a recorrerla. Los muebles intactos y tierra por todos lados era lo que se veía. La mesa del comedor estaba servida, como esperando un comensal por mucho tiempo. En el piso superior donde se encontraban las habitaciones, solo reinaba el caos. Evidentemente los animales salvajes habían optado por buscar refugio en invierno en tan desolado lugar. La habitación principal tenía una vieja cama esquelética con dosel pero sin ningún rastro de armarios u otros muebles. Un viejo baúl con un enorme candado llamó su atención. Luego de mirarlo un rato, decidió que el dueño de la llave tuvo algún motivo para protegerlo así y ella no era quien para intentar abrirlo.
Una puerta trasera comunicaba con un patio grande, un camino empedrado que se perdía en la distancia. Al seguirlo por un buen rato llega hasta una alameda, donde el pasto era muy verde. Entre unos árboles había un yegua atada a un palo enterrado en el pasto. El asombro fue tal que al acercarse a ella, no pudo hacer mas que mirarla.
Todo lo que le había sido contado la noche anterior en el claro del bosque, al acudir al llamado del ciprés se cumplía.
El camino por donde tenía que subir para encontrar el valle, la casa abandonada y el equino.
Pensativa, se acerca más al animal que se queda quieto como ignorándola. Ante esa actitud, no avanza más y se queda observándolo. Se le había dicho lo que encontraría aquí y las consecuencias de aceptar el viaje. Todo coincidía.
Sin pensarlo más, se acerca. Le acaricia el hocico y la crin. Un temblor de placer recorre su pescuezo y refriega su cabeza en la camisa de ella. Te llamaré Lea.
Elizabeth toma sus riendas y vuelven juntas por el camino empedrado.
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