lunes, 21 de junio de 2010

EL FARO...1º CAPITULO




Sus manos suaves recorrían lentamente la madera del bote abandonado y enterrado en la arena, como si al acariciarlo, sintiera por donde navegó. Sus dedos largos y finos, se podría decir casi nacarados, por la blancura y tersura de la piel, rozaban la madera rota, sintiendo cada línea que encontraba. Sus ojos grises y profundos, solo veían la suavidad que solo una persona de corazón puro podría encontrar en la imperfección.
Mira en dirección a la escollera y ve el faro abandonado, decide caminar hasta el y observar de cerca lo que se vislumbra como una sombra.
Una escalera desvencijada invita tediosamente a subirla. Se pueden ver las telarañas y la tierra acumulada por décadas. Los peldaños antes pulidos y brillantes están rotos y sin color.
Una habitación pequeña en donde solamente se ve una catrera, dándole un toque de soledad fantasmal del lugar, se encuentra llena de fotos pegadas en la pared. Se pueden apreciar pescadores y redes en las imágenes. Al mirar una detenidamente, se ve un muchacho joven, rondando los treinta años, con el típico gorro de lana que usa la gente de mar para protegerse del viento y el frío. La mirada triste y distante la atrapa. Como si estuviera esperándola a ella, la imagen le trae recuerdos de su infancia en el pueblo, antes de ir a estudiar biología marina. Se lleva la fotografía para preguntar a la gente del pueblo y a los pescadores si lo reconocen.
Al caminar por la playa desolada no puede apartar de su mente la imagen del joven. Varias veces la mira, sin saber porque le atrae tanto esa mirada. Se sienta a descansar sobre una roca y la caparazón de una ostra le llama la atención, al mirarla se da cuenta que tiene forma de corazón, una rareza de la naturaleza, un aviso quizá. Al tocarla, su suavidad le recuerda cuando con su madre, recorrían las arenas revueltas de la playa luego de una tormenta, buscando caracolas rosadas.
A lo lejos ve un viejo, intentando sacar una red de pesca enterrada en la arena, sus esfuerzos eran casi cómicos, cada vez que tiraba se caía al suelo. Se acerca para charlar con él y averiguar la historia del faro y sus fotografías.
Buenas tardes buen hombre -dice ella en un intento de acercamiento-.
Buenas tardes niña -contesta el viejo-.
Al amagar agacharse y ayudarle, el viejo hace un gesto de suficiencia. -puedo solo niña-
Al mirar atentamente su rostro, la barba y los ojos verdes, le resulta familiar el viejo. Como si lo conociera de más joven.
Mi nombre es Marina, ¿y usted es…? -pregunta ella-.
El viejo se incorpora, da una pitada a su pipa marrón que despide una aroma a chocolate suave y picante al mismo tiempo. La mira atentamente y sus ojos se van tornando de un color más gris que verde.
Ella se siente incómoda con su mirada, esta por dar media vuelta e irse, cuando el viejo le dice con un suspiro de impaciencia -Moreno es mi nombre-.
¿Usted conoció la gente que trabajaba en el faro? –Pregunta ella tímidamente-.
Mucha gente trabajó en ese faro abandonado –sentenció el viejo-.
-Encontré esta fotografía y quisiera saber si conocía al joven. Al mirar su mano y la fotografía que ella le ofrecía, la mirada del viejo se tornó más triste, como si recordara algo, algún recuerdo abandonado en su memoria.
Una sonrisa se vislumbra en sus labios, mezcla de añoranza y vejez. Esa fotografía la hizo una muchacha hace treinta años -dice el viejo-.
La mano de la mujer desciende lentamente, sin comprender aún las palabras de él, mira la imagen en blanco y negro, sin entender.
-¿Usted es el muchacho de la foto? –pregunta mirándolo fijamente-.
-Soy yo, una mujer hermosa, que vivía en el pueblo, a pocos kilómetros de aquí, me tomó la foto.
-¿Era su novia? –Pregunta con una sonrisa-.
Nos enamoramos hace treinta años y nunca más supe de ella. Yo entré en la legión extranjera y cuando regrese ya no vivía más aquí, la busqué pero nunca pude dar con ella.
Yo viví aquí hasta los diez años, pero nunca lo vi a usted -contesta Marina-.
Regresé hace veinte años y el faro ya estaba abandonado, la fotografía que encontró niña, la dejé por si alguna vez ella volvía –dice el viejo con una mirada abandonada-.
-Marina, ¿le gustaría ayudarme a sacar la red de la arena?
Entre los dos en un rato quitan la red.
-¿Tomaría un té conmigo? –Pregunta él con una sonrisa de triunfo.
Ella se hace mil preguntas en su mente mientras van caminando torpemente con la red a cuestas, al llegar a su casa, se podría decir una choza de pescador, con una colección interminable de redes y mascarones de proa en la entrada del lugar que denotan la cantidad de años que el viejo recorría las playas desenterrando tesoros.
En la obscuridad de la choza se puede ver a través de las paredes de caña y la arena filtrándose por ellas, amontonándose en los rincones. Mientras el viejo prepara el té, le pregunta -¿Usted qué hace por estos lugares abandonados al viento niña?
Quise recorrer los lugares donde camine de pequeña, ver la gente y sus costumbres, es una promesa que le hice a mi madre antes de morir –le contesta-.
Ella ansiaba mucho que yo volviera aquí, sus mejores años los vivió en el pueblo, me contaba del faro y de los botes enterrados en la arena, quise verlos y recordar mi niñez.
Estudié muchos años y recorrí muchas playas, pero siempre quise volver aquí, donde nací y viví mis primeros años. -¿Y su padre niña? –Pregunta el viejo mientras sirve el té en dos tazas de lata abolladas por el uso-.
Nunca supe de él, sólo se que se amaban mucho, pero tuvo que emprender viaje antes de saber que mi madre estaba embarazada y nunca más volvió. Mi madre esperó diez años que regresara de su viaje. Quería que yo estudiara y decidió que debíamos partir. ¿Tiene alguna fotografía de su novia Moreno? –le pregunta tímidamente.
De su camisa raída y parchada muchas veces, saca de un bolsillo una foto ajada, que se nota fue vista miles de veces por sus bordes gastados. Se ve una mujer, en una habitación, sentada en un sillón. Se vislumbra en su rostro felicidad. Una mano delgada y blanca intentando acomodar su pelo largo y castaño, alborotado por la risa. Es ella, Elizabeth –dice el viejo, con un temblor de amor en su voz-.
La muchacha deja caer la foto al suelo, la brisa que se cuela por las paredes de la choza, empuja un puñado de arena sobre la fotografía. El atardecer rojizo iluminaba sus caras, el viejo al levantar la imagen de su amada, observa atentamente la mirada que le devuelve la mujer de la foto.
Un sin fin de emociones surcan su rostro, al comprender, al entender, quien es la muchacha que lo mira con lágrimas en los ojos, y su mano estirada hacia el, en un mudo acercamiento.
Hija mía –dice el viejo abrazándola-.
El ocaso va terminando, su luz baña las costas de la bahía, un atardecer como muchos y el faro, testigo sereno de un amor eterno.



07/03/09

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