Luego de caminar largo rato por el sendero se detienen las dos mujeres ante un imponente ciprés. Se sientan sobre sus raíces para retomar el aliento y beber agua de las cantimploras.
Las ramas comienzan a mecerse suavemente y un canturreo llegó a sus oídos.
La mirada de Elizabeth calma el nerviosismo de Marina y un gesto de silencio de ella hace que las preguntas que iban a salir mueran en sus labios.
Una somnolencia se instala entre ellas. Pesadamente las imágenes se suceden delante de sus ojos. Marina se recuesta contra el tronco y se duerme profundamente. El sueño la lleva a momentos cuando era niña jugando con su perro, extrañaba esos momentos tan lindos y puros que vivió años atrás.
Donde correteando por entre unos pinos recordaba haber visto a una mujer vestida con una túnica blanca que bailaba en un claro mientras los rayos del sol jugueteaban en su rostro. Tibias hojas de otoño caían sobre su cuerpo abrazándola, cubriéndola, acunándola en un solo movimiento. Sus dedos acariciaban tiernamente los pájaros que se acercaban hasta ellas, trinando y aleteando. En un canto nunca antes oído, iban y venían siguiendo a la mujer embelezada con su baile.
De repente la música que creía escuchar se desvaneció. Despertándose de su sueño, se encontró sola al pie del árbol. Su madre ya no estaba con ella.
Un aullido fuerte y aterrador resonó muy cerca. Al presentir sus pasos enfrente, comenzó a retroceder, tratando de alejarse de quien la observaba desde unos metros de distancia paralizando su mente por el miedo. Era un enorme perro negro. Olisqueando el aire, lanzando pequeños gruñidos, se encontraba entre unos manchones de nieve derretidos por el inicio de la primavera.
Su mirada se hizo más penetrante y sus pasos hacia Marina más atrevidos. Presa del pánico no podía gritar ni defenderse. Solo atinó a tocar su medallón, el amuleto de la buena suerte que pende de su cuello y que nunca se ha quitado.
El perro de pronto mira hacia el otro lado del claro dejando ver su collar de cuero, que le ha puesto su dueño.
Un ruido y un jadeo lo ponen en alerta erizando su piel.
De un salto el animal entró en el claro del bosque. Marina dio un suspiro de alivio. Al ver que el recién llegado hacía frente al perro negro.
Los perros se gruñían y ladraban dando vueltas por todo el lugar. Pero sin trenzarse en mordidas. Cada uno defendía su porción de terreno ganado, ninguno de los dos quería retroceder.
Mientras tanto Marina observaba atentamente la trifulca. Algo conocido veia en aquel perro de color dorado que evidentemente la defendía ya que no dejaba que el perro negro ganara terreno hacia ella.
El porte de aquel era familiar, el ladrido le tintineaba en los oídos como algo lejano en sus recuerdos.
Como el can la defendía siempre estaba de espaldas a ella y no podía verlo bien, se hace a un costado para tener mejor visión y pudo ver de frente a su defensor.
Parpadeando varias veces como para borrarse esa imagen que era imposible de creer para su mente, algo irreal. Ella lo había visto morir en sus brazos cuando tenía 10 años y ahora estaba ahí defendiéndola.
Un nombre salió de su boca asombrada. Dago.
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