La soledad era tan grande en la cabaña que sus pensamientos resonaban en toda la estancia. La ida de su madre le había dejado con un resentimiento que le duraba aún luego de haber pasado varios días.
Sabía que eso también debía irse, pero el sólo pensar que tendría que cerrar la cabaña y qué pasaría años antes que sintiera las fuerzas necesarias para volver, la dejaba desolada. La presencia de Elizabeth se podía sentir todavía, su perfume flotaba en el aire. Toda su ropa y las cosas que fue juntando en sus innumerables viajes estaban ahí, como si en el viaje que emprendió no las necesitaría.
Unos días atrás al despertarse Marina luego de una larga charla nocturna con su madre, se dio cuenta que estaba sola. En la puerta del lado dentro estaba colgando atrapasueños, que veló por muchas noches sobre su cuna.
Un desayuno desabrido y en completo ensimismamiento se encontraba la joven aquella mañana. Ordenó sus cosas, empaquetó y guardó todo lo que le pertenecía. Las cosas a su madre las dejó tal cual estaban, esperando que en algún momento volviera por sus pertenencias. Sabía que esto sería imposible pero no perdería las esperanzas de volverla a ver. Antes de irse decidió realizar un último paseo por el bosque y los senderos.
Caminando sola con sus pensamientos se encontró de pronto en un claro, muy conocido por ella. Parte de sus recuerdos la golpearon de golpe y con toda la intensidad como cuando sucedieron. Al recordar esto, se acercó hasta el viejo ciprés, hizo una leve reverencia como le fue enseñado. Se acerca hasta el tronco lleno de marca y cicatrices. Pensó un momento que debería hacer con su vida. Cavilando su futuro abrazó al árbol unos minutos que parecieron eternos. Luego lo soltó lentamente y comenzó el regreso, antes de salir del claro se dió vuelta, miró largamente al árbol, sus ramas, raíces, grabándose en la mente todo lo que veía y una sola palabra le dijo.
Adiós.
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