Dago dormitaba en el umbral de la puerta, al llegar hasta el, se despierta con una mirada que podría decirse de curiosidad, procedió a olfatearla concienzudamente, como para constatar que realmente era ella. Un leve gruñido y una mirada del perro hacia la obscuridad de la noche, detrás de ella, bastó para que Elizabeth se diera cuenta que algo cambió en ella.
Un café caliente, una manta para taparse, era todo el escudo que necesitaba para el frío de la cabaña. Al sentarse se dio cuenta que su corazón palpitaba muy fuerte y que su respiración era un poco agitada.
Tenía tanto para meditar sobre el encuentro, anonadada por sus pensamientos, se encontraba en un estado casi catatónico. Había acudido al llamado, esas voces que tanto había escuchado y que siempre atribuyo a su mente fantasiosa. En la continua soledad que siempre se encontraba, nunca pensó la tarea que se le iba a encomendar. Se preguntó mil veces si todo había sido un sueño, una cruel mentira de su mente atormentada por los ruidos de la noche.
Decidió tomar un cuaderno con las notas de sus viajes y anota todo lo que había sucedido. Luego lo dejó a un lado, mirándolo atentamente, pensaba en si debía o no escribirlo.
Abrió el cuaderno y escribió:
Un susurro me despierta en la noche…
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