Sus manos suaves recorrían lentamente la madera del bote abandonado y enterrado en la arena, como si al acariciarlo, sintiera por donde navegó. Sus dedos largos y finos, se podría decir casi nacarados, por la blancura y tersura de la piel, rozaban la madera rota, sintiendo cada línea que encontraba. Sus ojos grises y profundos, solo veían la suavidad que solo una persona de corazón puro podría encontrar en la imperfección.
Mira en dirección a la escollera y ve el faro abandonado, decide caminar hasta el y observar de cerca lo que se vislumbra como una sombra.
Una escalera desvencijada invita tediosamente a subirla. Se pueden ver las telarañas y la tierra acumulada por décadas. Los peldaños antes pulidos y brillantes están rotos y sin color.
Una habitación pequeña en donde solamente se ve una catrera, dándole un toque de soledad fantasmal del lugar, se encuentra llena de fotos pegadas en la pared. Se pueden apreciar pescadores y redes en las imágenes. Al mirar una detenidamente, se ve un muchacho joven, rondando los treinta años, con el típico gorro de lana que usa la gente de mar para protegerse del viento y el frío. La mirada triste y distante la atrapa. Como si estuviera esperándola a ella, la imagen le trae recuerdos de su infancia en el pueblo, antes de ir a estudiar biología marina. Se lleva la fotografía para preguntar a la gente del pueblo y a los pescadores si lo reconocen.
Al caminar por la playa desolada no puede apartar de su mente la imagen del joven. Varias veces la mira, sin saber porque le atrae tanto esa mirada. Se sienta a descansar sobre una roca y la caparazón de una ostra le llama la atención, al mirarla se da cuenta que tiene forma de corazón, una rareza de la naturaleza, un aviso quizá. Al tocarla, su suavidad le recuerda cuando con su madre, recorrían las arenas revueltas de la playa luego de una tormenta, buscando caracolas rosadas.
A lo lejos ve un viejo, intentando sacar una red de pesca enterrada en la arena, sus esfuerzos eran casi cómicos, cada vez que tiraba se caía al suelo. Se acerca para charlar con él y averiguar la historia del faro y sus fotografías.
Buenas tardes buen hombre -dice ella en un intento de acercamiento-.
Buenas tardes niña -contesta el viejo-.
Al amagar agacharse y ayudarle, el viejo hace un gesto de suficiencia. -puedo solo niña-
Al mirar atentamente su rostro, la barba y los ojos verdes, le resulta familiar el viejo. Como si lo conociera de más joven.
Mi nombre es Marina, ¿y usted es…? -pregunta ella-.
El viejo se incorpora, da una pitada a su pipa marrón que despide una aroma a chocolate suave y picante al mismo tiempo. La mira atentamente y sus ojos se van tornando de un color más gris que verde.
Ella se siente incómoda con su mirada, esta por dar media vuelta e irse, cuando el viejo le dice con un suspiro de impaciencia -Moreno es mi nombre-.
¿Usted conoció la gente que trabajaba en el faro? –Pregunta ella tímidamente-.
Mucha gente trabajó en ese faro abandonado –sentenció el viejo-.
-Encontré esta fotografía y quisiera saber si conocía al joven. Al mirar su mano y la fotografía que ella le ofrecía, la mirada del viejo se tornó más triste, como si recordara algo, algún recuerdo abandonado en su memoria.
Una sonrisa se vislumbra en sus labios, mezcla de añoranza y vejez. Esa fotografía la hizo una muchacha hace treinta años -dice el viejo-.
La mano de la mujer desciende lentamente, sin comprender aún las palabras de él, mira la imagen en blanco y negro, sin entender.
-¿Usted es el muchacho de la foto? –pregunta mirándolo fijamente-.
-Soy yo, una mujer hermosa, que vivía en el pueblo, a pocos kilómetros de aquí, me tomó la foto.
-¿Era su novia? –Pregunta con una sonrisa-.
Nos enamoramos hace treinta años y nunca más supe de ella. Yo entré en la legión extranjera y cuando regrese ya no vivía más aquí, la busqué pero nunca pude dar con ella.
Yo viví aquí hasta los diez años, pero nunca lo vi a usted -contesta Marina-.
Regresé hace veinte años y el faro ya estaba abandonado, la fotografía que encontró niña, la dejé por si alguna vez ella volvía –dice el viejo con una mirada abandonada-.
-Marina, ¿le gustaría ayudarme a sacar la red de la arena?
Entre los dos en un rato quitan la red.
-¿Tomaría un té conmigo? –Pregunta él con una sonrisa de triunfo.
Ella se hace mil preguntas en su mente mientras van caminando torpemente con la red a cuestas, al llegar a su casa, se podría decir una choza de pescador, con una colección interminable de redes y mascarones de proa en la entrada del lugar que denotan la cantidad de años que el viejo recorría las playas desenterrando tesoros.
En la obscuridad de la choza se puede ver a través de las paredes de caña y la arena filtrándose por ellas, amontonándose en los rincones. Mientras el viejo prepara el té, le pregunta -¿Usted qué hace por estos lugares abandonados al viento niña?
Quise recorrer los lugares donde camine de pequeña, ver la gente y sus costumbres, es una promesa que le hice a mi madre antes de morir –le contesta-.
Ella ansiaba mucho que yo volviera aquí, sus mejores años los vivió en el pueblo, me contaba del faro y de los botes enterrados en la arena, quise verlos y recordar mi niñez.
Estudié muchos años y recorrí muchas playas, pero siempre quise volver aquí, donde nací y viví mis primeros años. -¿Y su padre niña? –Pregunta el viejo mientras sirve el té en dos tazas de lata abolladas por el uso-.
Nunca supe de él, sólo se que se amaban mucho, pero tuvo que emprender viaje antes de saber que mi madre estaba embarazada y nunca más volvió. Mi madre esperó diez años que regresara de su viaje. Quería que yo estudiara y decidió que debíamos partir. ¿Tiene alguna fotografía de su novia Moreno? –le pregunta tímidamente.
De su camisa raída y parchada muchas veces, saca de un bolsillo una foto ajada, que se nota fue vista miles de veces por sus bordes gastados. Se ve una mujer, en una habitación, sentada en un sillón. Se vislumbra en su rostro felicidad. Una mano delgada y blanca intentando acomodar su pelo largo y castaño, alborotado por la risa. Es ella, Elizabeth –dice el viejo, con un temblor de amor en su voz-.
La muchacha deja caer la foto al suelo, la brisa que se cuela por las paredes de la choza, empuja un puñado de arena sobre la fotografía. El atardecer rojizo iluminaba sus caras, el viejo al levantar la imagen de su amada, observa atentamente la mirada que le devuelve la mujer de la foto.
Un sin fin de emociones surcan su rostro, al comprender, al entender, quien es la muchacha que lo mira con lágrimas en los ojos, y su mano estirada hacia el, en un mudo acercamiento.
Hija mía –dice el viejo abrazándola-.
El ocaso va terminando, su luz baña las costas de la bahía, un atardecer como muchos y el faro, testigo sereno de un amor eterno.
07/03/09
La luz de las estrellas se colaba por la ventana abierta. Bañando de blancura a la mujer que miraba soñadoramente la Luna, y a su perro, que dormitaba pesadamente luego de sus correrías vespertinas.
Repasando en su mente el encuentro que por la tarde tuvo con ese muchacho, caminando por la playa.
Dago, su labrador dorado, al que todas las tardes llevaba a caminar cerca de la bahía. Ve un hombre sentado en una roca, pensativo, se escapa de su correa y sale disparado en dirección a la silueta, luego se ve como el hombre cae al suelo ante el ímpetu que el cachorro demostraba en su carrera.
Cuando ella llega casi sin aliento por la velocidad que tuvo que imponer a su marcha, midiendo el desastre del encuentro entre el can y el hombre, se encuentra con que la escena es muy distinta a la que se imagino en su mente, los dos se encontraban revolcándose en la arena. Suspira de alivio, ya que tenía preparadas un sinfín de disculpas, pero sonríe cuando lo ve al hombre agarrándole las orejas al perro y riendo a carcajadas, intentando esquivar los lenguetazos húmedos que le propinaba el perro.
¡Hola!, le pido disculpas por Dago, no está acostumbrado a ver muchas personas y se pone demasiado contento –dice la mujer. Buenas tardes –contesta el mientras se sacude la arena de la ropa.
El es Dago y yo soy Elizabeth, ¿y ud es…? –pregunta con mirada inquisidora.
Vine a trabajar en el faro, y mi nombre es Moreno –contesta risueño sosteniendo la mirada de ella.
Lo mira extrañada, ya que el nombre no coincidía con la tez clara y los ojos verdes de Moreno.
Yo soy fotógrafa y vine a pasar el verano con una familia de amigos que viven aquí.
¿Le gustaría conocer el faro? -pregunta Moreno mientras acaricia las orejas del cachorro.
Por supuesto –mientras saca su cámara de fotos de un bolso de mano.
Un silencio agradable los acompaña todo el camino, interrumpido cada tanto, por los ladridos de Dago, persiguiendo las gaviotas que buscan alimento entre los restos que dejan las olas.
Al llegar al faro, se ve una hermosa escalera caracol, con sus peldaños nuevos y lustrosos.
La invita a subir, aún se siente el olor a pintura fresca de las paredes.
Al final se vislumbra una habitación, una cama pequeña y una estufa que su función era evidentemente para calefaccionar y cocinar. El la seguía, contento de ver en su cara, la fascinación al observar tan maravillosa vista. Se observa los barcos a los lejos con sus redes de pesca, los pescadores artesanales entre las escolleras, a los niños nadando y jugando en la playa y a Dago a lo lejos inspeccionando cangrejos que se defendían a punta de tenaza tal intromisión.
Le pide a Moreno que le tome una fotografía, ya que quiere guardar esa imagen para siempre.
El tiempo fue pasando y obscurecía rápido, él decide acompañarla, en ese preciso instante Elizabeth le toma una fotografía de sorpresa, entre sonrisas y timidez, descienden lentamente por la escalera y luego arreglan un próximo paseo para el día siguiente, un silbido alerta a Dago que es hora de regresar a casa, se despide del muchacho y se marchan los dos, entre la penumbra del ocaso.
Todo esto recordaba, mientras su perro la interrumpe exigiendo la cena.
Mira un momento más la Luna, se pregunta el porque de esa mirada soñadora que se refleja en la fotografía que le tomó a Moreno, y que pasará mañana, cuando salga el sol, en esas costas tan lejanas, y si la luz del amanecer la guiará en su camino, que recién comenzó y que se llama destino.
El aire fresco la revivió un poco, su cansancio era tan evidente, como un sediento en el desierto. Apoyada pesadamente en la baranda superior del barco, la mujer miraba el muelle, que estaba repleto de vida, marineros contentos de pisar tierra, mercaderes haciendo sus negocios, niños pescando y jugando, mujeres con sus sombrillas escondiéndose del sol abrasador.
Recordaba todo el viaje en su mente, grabado a fuego los colores y los olores de su estadía en Egipto, el reflejo del sol en la arena donde antiguamente caminaban los reyes de antaño. El suave y lento andar de los camellos, único transporte conocido en esos lugares remotos.
Con los sentidos aun adormecidos por los recuerdos, despierta de su ensoñación y mira a lo lejos. Lo que llama su atención es un faro viejo y evidentemente abandonado, le extraña su condición, deslucido, sin pintura que delate un uso, con partes de su estructura rota.
Las ventanas que antes dejaban pasar la luz potente que iluminaba el mar, ahora rotas y deslucidas. La puerta anteriormente de madera fuerte y brillante se encuentra ahora salida de su lugar y desvencijada.
Elizabeth, ese era el nombre de la joven, un nombre que le sentaba muy bien, con carácter y fortaleza. Casi iba acompañada de una reverencia su propio nombre. Heredado de su abuela, y esta de su abuela y así, ya olvidándose quien fue la primera en lucirlo.
Peor ella no necesitaba de su nombre para llamar la atención, su cabello largo, ondulante y de color castaño rojizo, era su carta de presentación. Sus ojos verdes, eran soñadores, profundos y a veces pícaros. Su cuerpo era firme y musculoso, de tanto andar de campamentos, viajes y caminatas largas por los desiertos, valles y bosques.
Su vida se resumía en viajes, como fotógrafa de una revista nacional que publicaba historias y fotografías de los lugares mas recónditos y hermosos del mundo, desconocidos para la mayoría de la gente. Pero gracias a las imágenes captadas por ella, el mundo se acercaba aún más a la naturaleza perdida.
Pero tantos viajes, le dejaba un pequeño vacío, cada vez que llegaba a algún puerto, nadie la esperaba, ni familia, amigos, hijos, amor.
El amor no la esperaba en ningún puerto, la soledad que sentía al llegar a destino, siempre la volvía más frágil y triste, todo lo contrario que veía la gente al observarla, una mujer fuerte y con carácter.
Buscando alojamiento, recorría el zoco, donde había tantas cosas maravillosas, extrañas, hermosas. Ropa de lino para soportar el calor sofocante, comida autóctona, bebidas refrescantes. Casas de té en la vereda, golosinas dulces, muy dulce. Era tan grande el lugar y tan variadas cosas para ver, que se perdía entre tantas tiendas. Hasta que llega a una de mascotas, loros, ardillas, faisanes, gatos, perros, todo tipo de animales se veían desparramados por el lugar.
En un rincón, había unos cachorros haciendo alboroto con sus juegos y ladridos. Al acercarse a ellos, uno sale corriendo intempestivamente hacia ella, y a morder sistemáticamente los cordones de sus botas del desierto, que para su seguridad, eran fuertes como para resistir los embates del cachorro, de unos 4 meses de edad.
Al alzarlo, su cola se transformó en un molinete, y la sonrisa de ella, demostrando, la necesidad de tener alguien que la espere. El dueño de la tienda, al reconocer el gesto de ella, ya tenía la venta asegurada, solo intentaría regatear cuando ella le diga que le precio era muy caro.
Mientras le ofrecía un te de hierbas fresco y picante, como muestra de buen comerciante, le dice el precio, y se queda desilusionado cuando ella acepta enseguida sin regatear.
Mujer y perro salen de la tienda, dejando al vendedor contento y confuso por la rapidez de la venta.
Elizabeth en busca de un veterinario, para aplicarles vacunas y ver el estado general de salud del cachorro, iba pensando en el nombre que le iba a poner, tan importante como el suyo propio. Ya que marcaría la personalidad del perro.
Una casa pequeña, con un cartel colgando en el frente con forma de hueso, daba a entender que era lo que buscaba. El lugar fresco y cómodo, solo se podía sentir el murmullo del ventilador de techo, y los almohadones tan característicos de Marruecos.
Al salir el médico del fondo, con una bandeja en manos, con una taza de té humeante, la sonrisa de Elizabeth se hizo evidente, la rapidez que tenía para preparar le té, cuando apenas sentía el ruido de la puerta, indicando la llegada de un futuro cliente.
Luego de los saludos y reverencias habituales, comienza la revisión del cachorro, que dormitaba en brazos de la mujer. Contenta estaba porque no tenía ninguna enfermedad, su condición era perfecta, lo vacuna sin ninguna queja de parte del perro, y le dice que la raza es Golden Retriever, al notar la cara de desconocimiento, le dice el veterinario, es un Labrador Dorado. Les gusta mucho el agua, nadar y realizar viajes, son muy protectores de sus dueños y sus hijos.
Tiene que ponerle un nombre, para que la pueda reconocer al llamarlo. Mientras tanto ella recorría el local, le llamó la atención un libro, de tapas en filigrana de oro, un perro con un faisán en la boca impreso en relieve en la tapa, al abrirlo, se podía ver las distintas razas de perros en dibujos, bellamente realizados, con las descripciones de pelo, capacidad olfativa, enfermedades comunes y alimentos necesarios.
Al buscar la raza de su cachorro, leyó atentamente sobre sus cuidados, necesidades, formas de trato y en capacidades se podía leer: le apasiona mucho el entorno acuático, donde al encontrarse cerca de un lago, río o mar, se lanzará derecho y firme como una daga hacía el agua sin dudarlo, tiene la capacidad de realizar rescates o ser preparado para esa tarea.
Como una daga, pensaba ella, al salir al aire caliente y ya extrañando el te consumido en la veterinaria, con el cachorro en brazos, mira hacia el zoco, un mundo de gente, compradores y vendedores, en un sinfín de voces regateando por monedas, porque era una costumbre hacerlo de esa forma.
Vamos Dago, le dice al cachorro que la miraba a los ojos de forma tierna, busquemos un lugar lindo y tranquilo para quedarnos.
Estoy en la cabaña de noche, miro el fuego del hogar, veo como se van quemando los troncos. Escucho el viento en los árboles, veo como bailan las sombras en la pared, y miro por la ventana la luz tenue de la luna.
Necesito ese silencio, como si todo fuera único y por primera vez, cuando la expectativa del encuentro se torna en ansiedad. Cuando solamente uno está con sus pensamientos, en donde ni los pensamientos están solos.
El crepitar leñoso del fuego, solo deja una marca de luz, en la penumbra de la cabaña. Como si presintiera mi necesidad de compañía, me ilumina suavemente, como si me estuviera meciendo hasta dormir.
Siento que alguien espía sobre mi hombro, miro hacia la ventana, sabiendo de antemano que solo veré el reflejo mismo del hogar, la mesa con un par de libros que mitigaron el atardecer acuoso y la humedad goteando hasta el piso, testigo mudo de una lluvia torrencial.
El libro me atrapa, pero las ganas de ir hacia la puerta es mas intenso que las ganas de leer, como si sintiera que lo que encontraré afuera es mas interesante que el libro.
Necesito oler el suave y picante olor a bosque húmedo, a las hojas podridas por la lluvia, que penetra por todos lados. Ese olor, tan claro y espeso, tan cerca y único.
La obscuridad de la noche, solo se ve opacada por el tímido iluminar de la luz de la Luna, como unos dedos mágicos, acarician todos los rincones del bosque, marcando con un brillo especial los ojos de una lechuza, que espera paciente a su presa.
Al observar los árboles atentamente, veo como van cobrando vida de a poco, las ramas se mecen suavemente por la brisa nocturna, un zorro colorado, mudo testigo de mi ensoñación, olfatea las raíces de los cipreses, en busca de olores que le indiquen si hay de cenar. Las cortezas de los árboles parecen una carretera, poblado de cientos de bichitos que buscan refugio más arriba, a salvo de las bocas ansiosas de ellos.
Dago, mi labrador dorado, levanta la cabeza mirándome, preguntándome con su mirada, si íbamos a hacer una recorrida nocturna por el bosque, algo tan fascinante que ninguno de los dos podíamos resistir.
Vamos le digo, y se levanta contento moviendo su cola en una clara señal de alegría. Caminamos en la semi obscuridad del sendero conocido, mi paso es lento pero preciso, solo nos acompaña la luz de la luna y una pequeña linterna, para eludir raíces y a su vez para no espantar los seres que poblaban en ese momento el camino, y que era de ellos, mas que nuestro.
Dago como siempre camina adelante, uno metros apenas, como escudriñando el terreno, listo para defenderme de algún ataque, por parte de algún animal misterioso y desconocido por el.
Su pelaje erizado, indicaba la emoción que la salida le producía, su agitación era tan evidente como nuestra necesidad de caminar entre los árboles, y sentir los seres mágicos que nos protegían a cada paso. Luego de un tiempo necesario como para ordenar los recuerdos del último viaje, llegamos a la orilla del lago, tan hermoso con el reflejo de la Luna y las montañas en su espejo cristalino.
Me siento quedamente sobre una roca, que ya era como un trono acostumbrado en nuestras caminatas. Dago se arroja sin pensar al agua creando un chapoteo de gotas brillantes, producto de la luz, que parecían pequeñas cuentas de vidrio.
Tanta belleza, tantos árboles y montañas, me recordaban tanto mi niñez, cerca del mar y del faro, tantas idas y venidas por el mundo, recorriendo caminos y conociendo culturas. Pero lo que más extraño, es el mar y el faro.
Despertando de mi somnolencia, me doy cuenta que Dago se había echado al lado mío, cansado de tanto nado, miraba soñadoramente las aguas que quedaron agitadas con tanto juego.
Volvamos a la cabaña le digo, el camino es largo, y tengo mucho que pensar.
Un susurro me despierta en la noche, al incorporarme, veo las sombras que bailan en la ventana de la habitación. Las ramas de los cipreses me llaman, como un mudo testigo, Dago, mi fiel compañero de andanzas, duerme plácidamente sobre la frazada dispuesta exclusivamente para el.
Los pies sufren el embate del suelo frío de la cabaña, el hogar a leña hacia varias horas que ya no tenía brazas y el frío era por demás evidente en la habitación.
Un Jean, el pulóver y una campera eran suficientes para combatir el fresco de la noche. Al salir a la obscuridad, solamente iluminada por una Luna tímida, vuelvo a escuchar el susurro lejano y misterioso. Como un llamado, con una cadencia en el sonido, como latente, esperando un encuentro.
Un tenue rocío moja mi frente, indicando la proximidad de los árboles. Ramas muertas entorpecen el camino en la noche, saltando troncos caídos, anteriormente señores de los senderos, voy acercándome al llamado.
Una luz mortecina rodea un claro en el bosque, aún se puede ver las luces de la cabaña, para mi asombro veo a Dago en el umbral de la puerta, observando atentamente mis movimientos. No lo llamo, este momento es solo mío, lo que encuentre solo será, porque ellos lo quisieron así. El susurro se hace más fuerte, como si fuera un coro, oído de lejos. Miles de voces convocando, como si fuera un encuentro antiquísimo, prometido siglos antes, cuando los celtas y druidas dominaban el arte de hablar con los seres del bosque.
Un ciprés viejo, casi sin ramas, dominaba el claro, sus pocas ramas estaban quietas, cuando los demás árboles danzaban y mecían sus hojas, provocando sin fin de siluetas en las raíces.
Al mirarlo un momento, me impregno de su sabiduría ancestral, puedo sentir todo el conocimiento adquirido con el paso de los años, el traspaso de milenios de historias a través de sus semillas.
Me acerco aún más, me inclino en un saludo, una reverencia nunca antes hecha, pero conocida.
Mi nombre es Elizabeth y aquí estoy.
La mente era un torbellino, aunque la Luna seguía iluminando, le costaba ver el camino. Aún se podía ver el claro detrás y el viejo ciprés, altivo y solitario. La luz de la cabaña se hacia cada vez más grande, apuró el paso, para poder instalarse cómodamente frente al hogar, aunque apagado, era como una fortaleza del pensamiento. Donde se haría mucho más fácil pensar en lo que había sucedido hace unos momentos.
Dago dormitaba en el umbral de la puerta, al llegar hasta el, se despierta con una mirada que podría decirse de curiosidad, procedió a olfatearla concienzudamente, como para constatar que realmente era ella. Un leve gruñido y una mirada del perro hacia la obscuridad de la noche, detrás de ella, bastó para que Elizabeth se diera cuenta que algo cambió en ella.
Un café caliente, una manta para taparse, era todo el escudo que necesitaba para el frío de la cabaña. Al sentarse se dio cuenta que su corazón palpitaba muy fuerte y que su respiración era un poco agitada.
Tenía tanto para meditar sobre el encuentro, anonadada por sus pensamientos, se encontraba en un estado casi catatónico. Había acudido al llamado, esas voces que tanto había escuchado y que siempre atribuyo a su mente fantasiosa. En la continua soledad que siempre se encontraba, nunca pensó la tarea que se le iba a encomendar. Se preguntó mil veces si todo había sido un sueño, una cruel mentira de su mente atormentada por los ruidos de la noche.
Decidió tomar un cuaderno con las notas de sus viajes y anota todo lo que había sucedido. Luego lo dejó a un lado, mirándolo atentamente, pensaba en si debía o no escribirlo.
Abrió el cuaderno y escribió:
Un susurro me despierta en la noche…
Se sentó un momento a descansar y a sacarse las piedritas que molestaban en sus botas. La subida no era tan empinada, pero no había senderos en esa montaña y tenía que encontrar lugares con poca vegetación para poder pasar.
La vista era hermosa. Desde ahí podía ver toda la inmensidad de un valle, con variados colores en sus árboles, por la proximidad del otoño, que los despojaba de su vestidura verdosa. Varias horas le costó atravesar ese bosque.
Recordando casi en éxtasis lo sucedido la noche anterior, emprende el descenso hacia la casa que se divisaba a lo lejos. Un corral añejo, roto y desvencijado, era indicativo de que el lugar estaba abandonado.
La puerta de entrada de la casa estaba abierta, como invitando a recorrerla. Los muebles intactos y tierra por todos lados era lo que se veía. La mesa del comedor estaba servida, como esperando un comensal por mucho tiempo. En el piso superior donde se encontraban las habitaciones, solo reinaba el caos. Evidentemente los animales salvajes habían optado por buscar refugio en invierno en tan desolado lugar. La habitación principal tenía una vieja cama esquelética con dosel pero sin ningún rastro de armarios u otros muebles. Un viejo baúl con un enorme candado llamó su atención. Luego de mirarlo un rato, decidió que el dueño de la llave tuvo algún motivo para protegerlo así y ella no era quien para intentar abrirlo.
Una puerta trasera comunicaba con un patio grande, un camino empedrado que se perdía en la distancia. Al seguirlo por un buen rato llega hasta una alameda, donde el pasto era muy verde. Entre unos árboles había un yegua atada a un palo enterrado en el pasto. El asombro fue tal que al acercarse a ella, no pudo hacer mas que mirarla.
Todo lo que le había sido contado la noche anterior en el claro del bosque, al acudir al llamado del ciprés se cumplía.
El camino por donde tenía que subir para encontrar el valle, la casa abandonada y el equino.
Pensativa, se acerca más al animal que se queda quieto como ignorándola. Ante esa actitud, no avanza más y se queda observándolo. Se le había dicho lo que encontraría aquí y las consecuencias de aceptar el viaje. Todo coincidía.
Sin pensarlo más, se acerca. Le acaricia el hocico y la crin. Un temblor de placer recorre su pescuezo y refriega su cabeza en la camisa de ella. Te llamaré Lea.
Elizabeth toma sus riendas y vuelven juntas por el camino empedrado.